lunes, 20 de noviembre de 2017

De las enfermedades, en cuanto son purgatorio de nuestros pecados y ocasión de grandes merecimientos - Por el Padre Luis de Lapuente




   Como las penas del infierno se mudan con otras que se han de pagar en el purgatorio, si no se pagan en esta vida, has de considerar, para tu consuelo, que Dios nuestro Señor tiene dos purgatorios: uno debajo de la tierra, y otro de enfermedades y trabajos en este migado, y que cada uno excede al otro en algo. El purgatorio de la otra vida excede en que es pura pena, sin temor de impaciencia, ni de nueva culpa o mezcla de ella. Y esto es de grande estima, pero es de grande fatiga, porque tampoco hay merecimiento, ni aumento de gracia, ni esperanza de subir a mayor gloria con la pena que se padece; y en cierto modo está allí la caridad muy violentada, más que en esta vida, porque su inclinación es o estar unida con Dios, viéndole claramente en la gloria y allí descansar como la piedra en su centro, o subir y crecer siempre, procurando amar más y más, hasta lo sumo que puede, porque de suyo no tiene tasa señalada. Y como en el purgatorio no ve a Dios, ni crece para verle más, está fuera de su centro violentada y afligida, porque pena y no medra.

   Mas el purgatorio de esta vida, por el contrario, tiene peligro y temor de impaciencias y culpas que suelen mezclarse con las enfermedades y aflicciones, aunque no faltan ayudas de Dios para preservarse de ellas. Pero tiene otras grandes excelencias para pagar y purgar las culpas cometidas; porque en la enfermedad, el tormento pequeño en breve tiempo satisface mucho más que el tormento largo y grande del purgatorio, y el ardor de la calentura de un día podrá rescatar el fuego del purgatorio de un mes o un año; pues no solamente paga padeciendo, sino satisfaciendo y mereciendo con actos heroicos de caridad, haciendo de la necesidad virtud y ofreciendo a Dios lo que padece por el amor que le tiene. Así como en el mundo es de menos estima la satisfacción que da el reo obligado por el juez a restituir la honra que quitó, que cuando él se humilla por su voluntad y se desdice por hacer lo que debe. Y de aquí es que en el purgatorio cada alma paga por sí sola, sin poder aplicar nada a la otra; más en esta vida es tanta la riqueza del que padece, que muchas veces paga todo lo que debe, y de lo que le sobra puede aplicar a otros vivos o difuntos, y enriquecer con su mérito los tesoros de la Iglesia. De suerte, que si padeces un día de calentura fuerte y quieres aplicar tu satisfacción por un alma que está ardiendo en el purgatorio, pagas por ella su deuda; y en tal coyuntura, puedes hacer que con tu fuego salga ella libre del suyo y se vaya al cielo, en donde rogará a Dios por quien tanto bien la hizo. Todo esto ha de serte motivo de gran consuelo, alabando a Dios, que te da aquí tal modo de | purgatorio que puedas pagar por ti y por otro, y quitar los estorbos de las manchas que impiden la entrada en el cielo, para que tu caridad siempre siga su inclinación, o subiendo sin parar a su fin último, o gozando de él con eterno descanso.

   Pero otra mayor excelencia has de considerar en este purgatorio de las enfermedades; porque de tal manera purifica de culpas, que es ocasión de  nuevos aumentos de gracias y de merecimientos de nuevos grados de gloria, con los heroicos actos que en ellas puedes ejercitar de amor de Dios, de conformidad con su voluntad, de obediencia a los médicos, de paciencia en los dolores y otros semejantes. Y como el mismo Dios viene juntamente con sus dones, aumentándose ellos crece la unión con Dios, y él gustará de morar más de asiento en tu alma, y traerá consigo las riquezas de su reino, que son justicia, paz y gozo en el Espíritu Santo. De suerte, que tu enfermedad es para ti raíz de las virtudes, cebo de la caridad, fuente de justicia, principio de la paz, semilla del gozo y aposento de Dios en tu alma; y aunque el trabajo pase y la enfermedad se acabe, el fruto no pasa, sino para siempre permanece; y dirás con el Salmista: Alegrado nos hemos por los días en que nos humillaste y por los años en que experimentamos tantos males; porque ya pasaron los males y gozamos de los bienes; pasó el llanto y vino el gozo; pasó la enfermedad y vino la salud; pasó la aflicción de la carne y vino el consuelo del espíritu, alegrándose los dos en Dios vivo. Entonces conocerás también por experiencia el tesoro que estaba escondido en la enfermedad y no le conocías. Y si volviera, la recibirás de buena gana, y aun la desearás y llamarás cuando se tarde.

   Aún mayores riquezas puedes descubrir en la enfermedad, añadiendo a los tesoros propios los mismos que habías de ganar con la salud, para lo cual te has de acordar de aquella ley que hizo David en Israel, cuando yendo contra el ejército de los amalecitas, muchos soldados, de cansados, se quedaron a medio camino; y sin embargo de esto, ordenó que se les diese tanta parte de los despojos como a los que habían seguido a los enemigos. Pues según esto, has de entender que cuando estás en la cama enfermo, y no puedes hacer las obras que solías cuando sano, no pierdes el merecimiento y el galardón qne tuvieras haciéndolas como otros, si tienes voluntad eficaz de hacerlas y por no poder más las dejas; porque en el tribunal de Dios la voluntad se cuenta por obra, cuando la obra falta por faltar la posibilidad. Pero es bien que hagas algo, aunque sea poco, en señal y testimonio del deseo que tienes de hacer morbo; y como dijo Tobías a su hijo, que fuese limosnero del modo que pudiese, dando mucho si tenía mucho, y poco si tenía poco, pero liberalmente, con deseo de dar mucho si pudiera, así también, cuando estás sano, has de trabajar mucho como sano; más cuando estás enfermo y flaco, basta que hagas lo poquito que puedas, como en señal de lo mucho que hicieras si pudieras.



“LA PERFECCIÓN EN LAS ENFERMEDADES”

viernes, 17 de noviembre de 2017

MEDITACIÓN SOBRE CÓMO ES PRECISO SOPORTAR LAS ENFERMEDADES



Colaboradora del blog


   I. La enfermedad es un presente de Dios que, a menudo, nos es más útil que la salud. Dios tiene sus designios cuando nos envía una enfermedad: quiere castigarnos por nuestros pecados, o apartarnos de ellos, o bien ejercitar nuestra paciencia y dar nos ocasión de adquirir méritos. Si seriamente buscases la razón de tus sufrimientos, encontrarías que Dios quiere acosarte para que renuncies a tus vicios y lleves una vida más santa. No nos quejemos de nuestras enfermedades, ellas pueden ser para nosotros fuente de grandes virtudes (Salviano).

   II. Sufre pacientemente los dolores de tu enfermedad, súfrelos de buena gana y por el amor de Dios. Mas, como Dios te impone el deber de velar por tu salud, recurre a los medios humanos. Sigue las prescripciones del médico y obedece a los que te cuidan. El que sufre tiene muchas ocasiones de practicar la virtud: aprovecha diligentemente estas ocasiones.

   III. No murmures, no te impacientes; persuádete de que estás en tu lecho como en una cruz, y mira con qué paciencia sufrió Jesús en la suya. Para imitarlo, piensa en todos los pobres enfermos abandonados y en los suplicios de las almas del purgatorio; y recuerda que en las adversidades y en los sufrimientos es donde se reconoce al hombre virtuoso. En la adversidad, el pecador se queja y su impaciencia se derrama en blasfemias; el justo sufre con paciencia (San Cipriano).


La paciencia.
Orad por los enfermos

Miserias de la vida y necesidad de la penitencia. (¿Tienes miedo a la muerte? No dejes pasar esta lectura) Viene con un ejemplo.

   




   


   Entre los bienes naturales ninguno conocemos que pueda compararse con la vida; este es seguramente el mayor bien que hay en el mundo: por eso los hombres apetecen tanto el vivir largo tiempo, para lo cual casi siempre se hallan dispuestos a hacer cualquier género de sacrificios. ¡Cuántos por conservar la vida han renunciado a toda su hacienda! ¡Y qué pruebas tan crueles no sufren muchos por recuperar la salud perdida! Abstinencias, dietas, amputación de miembros, sajaduras de carne viva, sangrías, bebidas hediondas y abominables, y otros mil nauseabundos y molestísimos remedios. Si tanto se padece por esta vida tan breve, ¿cuánto no deberíamos padecer por la que nunca se ha de acabar?

   Si tan luego como pierde uno la salud procura con diligencia su remedio, ¿por qué luego que pierde la gracia no la procura también? Si al punto que caes enfermo buscas al médico y la medicina, ¿por qué al punto que caes en pecado y se enferma tu alma no buscas a Dios? ¿Qué viene a ser de sí mismo este cuerpo, sino un conjunto de huesos vestidos de carne, como si dijéramos vestidos de heno; sucio, débil, pobre y miserable, que bien pronto se verá convertido en un hervidero de gusanos; al paso que el alma, noble, graciosa y bella, criada a imagen y semejanza de Dios, ha de durar eternamente?

   San Agustín, conocedor profundo de las miserias del hombre, escribe con su áurea pluma estas palabras: “Dios mío, ¿quién soy yo que hablo con Vos? ¡Ay de mí! Perdonadme: yo soy un cuerpo muerto y hediondo, manjar de gusanos, vaso de corrupción, leño seco para el fuego. ¿Quién soy yo que hablo con Vos? Soy un hombrecillo nacido de mujer, que en breve se acaba, y justamente es comparado a los brutos é insipientes. ¿Qué más soy? Un abismo de tinieblas, una tierra yerma y estéril, hijo de ira, vaso de contumelia, que fué engendrado en la inmundicia, vive en la miseria, y ha de morir en la aflicción. Soy un muladar cubierto de nieve, una balsa de podre lleno de mal olor y de hedor, ciego, pobre, desnudo, que ni entiendo mi entrada en el mundo, ni sé la salida de él. Mi vida es frágil y caduca; es vida que cuanto más crece más se disminuye, cuanto más avanza más se acerca a la muerte: vida falaz y llena de lazos. Ahora me alegro, y al instante me contristo; ya estoy bueno, y presto me siento enfermo; vivo, y al punto muero. Todas mis cosas están sujetas a mudanza, de tal modo, que una hora no permanezco en un mismo estado. De aquí el temor, el estremecimiento, el hambre, la sed, el calor, el frío, la enfermedad, el dolor, a que se sigue la importuna muerte (Soliloquiorum animae ad Deum)”

   Y en otro libro dice el mismo San Agustín: “Mucho me enfada, Señor, esta vida y trabajosa peregrinación. Mas ¿por qué la llamo vida y no muerte, pues es vida muy falsa y muerte verdadera? Esta vida es vida miserable, vida incierta, pesada, inmunda, llena de errores, engaños y pecados; y así más se puede llamar muerte que vida, pues en cada instante morimos, y las varias vicisitudes nos acaban con diversos linajes de muerte. ¿Cómo podemos llamar vida a esta que vivimos, pues los humores la alteran, los dolores la enflaquecen, los ardores la secan, el aire la inficiona, el manjar la corrompe, el ayuno la fatiga, los placeres la trastornan, los pesares la consumen, el cuidado la ahoga, la seguridad la destruye, las riquezas la ensoberbecen, la pobreza la derriba, la juventud la desvanece, la vejez la aflige, la enfermedad la quebranta, y la tristeza la acaba? Y a todos estos males les sucede la muerte furibunda. Et his malis ómnibus, mors furibunda succedit.”

De todo lo dicho por aquel gran Doctor se deduce, que esta que llamamos vida es más bien muerte, bien que lenta y angustiosa. Es vida de apariencia, vida de perspectiva, vida fantástica y mentirosa, y sólo positiva, real y verdadera por lo que tiene de muerte. Por eso dijo el Salvador: “El que cree en Aquel que me ha enviado... pasó de muerte a vida (Juan V, 24).” No dijo Jesucristo, pasó de esta vida a la otra, de esta temporal a la eterna; sino pasó de muerte a vida, porque el vivir de este mundo es un continuo morir, y así impropiamente le llamamos vida.

   Si, pues, la vida presente es tan menguada y triste, ¿cómo tan desordenadamente la amamos? ¿Cómo la hacemos caso, cómo no la despreciamos aspirando únicamente a la vida eterna? Oigamos de nuevo al Redentor: “El que quisiere salvar su vida, la perderá: más el que perdiere su vida por Mí y por el Evangelio, la salvará (Marcos VIII, 35)”

   Por manera que el que ama esta vida, y por conservarla y seguir el dictamen de la carne se deja arrastrar de sus torpes y nunca saciados apetitos, la perderá despeñando el cuerpo y el alma en los infiernos; y por el contrario, el que conociendo que la carne es su mayor enemigo aborrece el cuerpo y pelea contra sus brutales instintos dándose a la mortificación y penitencia, trocará este penoso destierro por la vida perdurable.

   Si hoy que tanto se afanan los hombres por vivir sin trabajar, contra el precepto de Dios, o cuando más por vegetar en los empleos a costa de la madre patria, por vivir del presupuesto, se ofreciera a un pobre cesante que se pasa los días murmurando del Gobierno que le quitó el pan de sus hijos; se le ofreciera, decimos, un destino pingüe, aliviado de atenciones y exento de responsabilidades, ¿por ventura andaríase en quimeras pensando uno y otro día si lo aceptaría o no? ¡Ah! no sosegara un punto, ni pensara más que en ir a tomar posesión de él, partiendo a uña de caballo: es poco; al vapor, y a ser posible por la electricidad, ya que el viajar con la rapidez del pensamiento no es propio de esta vida. Pues si en esto que es una miseria y un puro nada anduviera tan diligente, ¿cómo por el destino eterno, mejor dicho, cómo por un reino sin fin que se le ha de dar en la gloria no procede del mismo modo?

   ¿Para qué te ha criado Dios? ¿Para qué viniste al mundo? Abre los ojos, y mira que si descuidas la penitencia, pones el alma en inminente peligro; y si yerras la salida de este mundo, advierte que el error es de tal naturaleza que no tiene remedio. En toda cuestión cuando hay tribunales de alzada, se puede tal vez fundar alguna esperanza; en la cuestión de salvar o perder el alma no hay más que un solo tribunal, que es el de Jesucristo, y este Supremo Juez nos tiene dicho: “Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis” (Lucas XIII, 5.) Y como al tribunal de Jesucristo nos hemos de presentar solos o acompañados únicamente de las obras que hubiéremos hecho, necio y sin juicio es el que para comparecer en aquel acto tan solemne y augusto no procura llevarla compañía de las buenas obras.

   Por loco fuera tenido aquel que compareciera delante de un tribunal a defender un pleito de la mayor importancia, llevando consigo testigos que habían de deponer contra él; pues locura infinitamente mayor es el presentarse en el juicio de Dios acompañado de las malas obras, que son los testigos y acusadores que le han de hacer perder el pleito de su salvación.

   Entienda el cristiano que el pecado es una carga que, puesta sobre el hombre, le hace andar trabajosamente, inclinándole cada vez más hacia el suelo; por eso si el monstruo del pecado no se golpea y quebranta con el martillo de la penitencia, muy luego con su propio peso hace caer en otro. Así como una virtud llama y atrae a otra virtud, por lo cual dice David hablando de los justos: “Irán de virtud en virtud” del propio modo un pecado llama y atrae a otro pecado; que por eso dice el referido David: “Un abismo llama a otro abismo”

   ¡Afuera hipérboles! No daremos nosotros de nuestros contemporáneos aquellas sentidas quejas que exhalaba el real Profeta, diciendo de los suyos: “No hay quien haga bien; no hay ni siquiera uno” No diremos nosotros otro tanto, porque si en los tristísimos tiempos de Elias se reservó Dios siete mil varones que no habían doblado las rodillas delante de Baal, mayor número sin comparación habrá en cada una de las naciones católicas, hoy que el verdadero Dios es más conocido que en aquella edad de universal idolatría.

   Convenido, pues, en la ventaja que hacen los tiempos que caen del lado de acá de la Cruz a los antiguos, preciso es también reconocer que las huestes que acaudilla en nuestros días el genio del mal, están sin duda alguna más instruidas en la estrategia tenebrosa y de zapa con que en todo el orbe se lidia contra las almas; y aunque absolutamente hablando son muchos los que se salvan, pues ha ya más de dieciocho siglos que vio San Juan en el cielo (Apocalipsis VII, 9.), una muchedumbre que ninguno podía contar, de todas naciones, tribus, pueblos y lenguas; pero respecto de los que se condenan opinan muchos que son aquéllos muy pocos.

   ¡Ah! es preciso trabajar; pero mucho: todo cuanto hagamos será poco para lo que las necesidades reclaman. Los pecados van cada día en aumento; las ofensas contra Dios crecen de continuo. Hasta hace poco, a lo menos en las poblaciones de corto vecindario, se conservaban las tradiciones religiosas; mas hoy que los medios de locomoción han llevado elementos desconocidos a los puntos más aislados, la moderna civilización materialista e impía cunde por doquier.

   Tan feo, sucio y nauseabundo es el aspecto de la sociedad, que su vista provoca a vómito. No se ve, ni se oye más que pecados, abominaciones y miserias; enemistades, contiendas, murmuraciones, venganzas, suicidios, trampas, robos, deshonestidades, juramentos, blasfemias, lisonjas, mentiras, engaños y mil otras maldades. Vemos al inocente perseguido, al modesto y humilde burlado, la justicia por los suelos, la doblez y la intriga sublimadas, el oro señoreando el mundo, desterrada la fe, la divina ley conculcada, el Vicario de Cristo encarcelado. Vemos el sibaritismo (inclinación al lujo) en los ricos, el lujo en la clase media, el despotismo en los que mandan, la rebelión en los que obedecen, las costumbres sin freno, la enseñanza sin Religión, los días festivos profanados, el duelo, pese al Código penal, a la orden del día. Sobre este confuso montón de plagas, allá en lo hondo percíbese el reconcentrado estertor del odio que nutre la masa común del pueblo contra los grandes; mientras los anarquistas trabajan en confeccionar explosivos asoladores esperando su hora.

   Tal es la sociedad de nuestros días: escuela de catástrofes, arma o mejor arsenal de suicidios, y vehículo del infierno. Gráficamente lo dijo no ha mucho en el Congreso uno de nuestros prohombres: El pueblo, dijo, es hoy un presidio suelto.

   Véase, pues, si hay miserias en la vida, y si tenemos necesidad de la penitencia. ¿Quién me dará, Señor, que la haga yo tan cumplida que os agrade? ¡Ay de mí! ¡Que mi morada en tierra ajena se ha prolongado! Por mi culpa, por mi grandísima culpa habité, con los moradores de Cedar y con los hijos de las tinieblas. No me mires a mí, Señor; mira al rostro de tu Cristo, en cuya suavidad y dulzura se contiene mi perdón.

Ejemplo

viernes, 10 de noviembre de 2017

De las enfermedades que nos vienen por nuestros pecados, en la que resplandece la divina justicia con su misericordia. – Por el Padre Luis de Lapuente.




Aunque es verdad que algunas enfermedades son enviadas por algunos fines de la gloria de Dios, como después veremos, a ti te conviene considerar que las tuyas son castigo de tus pecados, o de los que conoces, porque sabes bien que has ofendido a Dios, o de los ocultos que no conoces, pero conócelos el juez, que justamente te castiga por ellos. Los muy santos, dice San Dionisio, padecen estas cosas por la gloria de Dios solamente, porque han sido inocentes y están libres de culpas graves; pero yo, miserable pecador, padezco las enfermedades por mis pecados, y confieso que merezco estos castigos, y en mí se cumple lo que dijo David: Por su maldad castigaste al hombre, e hiciste que su vida se secase como una araña. Vuelve, pues, los ojos a lo que padece tu cuerpo flaco y desvirtuado, y por ello sacarás lo que eres en el alma. Y ¿qué ha sido tu alma, sino una araña ponzoñosa, cuya ocupación era desentrañarse, tejiendo telas de vanidad que se lleva el viento, y urdiendo telas de codicia para cazar a los prójimos con engaño, y sustentarte de la sangre inocente, o quitándoles la hacienda o la fama y honra? ¿Qué araña hay tan seca como tu espíritu? El cual, habiendo de ser como abeja que coge miel de las flores, es como araña sin jugo, ni devoción o ternura, y seca como una arista. Luego justo es que Dios castigue a tal alma, poniendo su cuerpo también enfermo, flaco y seco como araña. Pues ¿de qué te turbas, miserable, si te dan lo que mereces y te ponen el cuerpo como tú has puesto el alma? Por esto añade David: Verdaderamente en vano se turba el hombre cuando está enfermo y atribulado, pues él ha dado la causa para ello. Por tanto, Señor, yo me vuelvo a ti, y te suplico que oigas mi oración y atiendas mis lágrimas y pongas fin a mis miserias.

   De aquí has de subir más alto a considerar el orden justísimo de la divina justicia, que resplandece en castigar tus culpas con las enfermedades y amarguras que padeces, diciendo con David: Justo eres, Señor, y justo tu juicio. Y con el profeta Miqueas: Yo llevaré sobre mí la ira y castigo de Dios, porque pequé contra él. Justo es que quien usó mal de la salud, la pierda con la enfermedad, y qne pague con dolores lo que se desenfrenó en los deleites. La divina justicia me ha puesto en esta cruz; no tengo que decir sino lo que el buen ladrón: Recibo lo que merecen mis obras, y el justo castigo de que soy digno por ellas; y pues la divina justicia es tan buena y tan santa como su divina misericordia, porque en Dios ambas son una cosa, justo es que yo adore, venere y ame su justicia, y me goce de que la tenga, pues sin ella no fuera Dios. Y pues ella ha de hacer su oficio en los pecadores, gózome de que la haga en mí en esta vida, para que, pagando en ella, quede libre en la otra. Mas en esta consideración no has de mirar a la justicia divina por si sola; porque de esta manera no es mucho que te atemorice y espante con sus terribles y espantosos juicios, antes bien has de decirle con David: Señor, no me castigues con tu furor, ni me arguyas con tu ira, si va desnuda de tu misericordia. Has, pues, de mirar a la justicia, como está en Dios, hermanada con la sabiduría, caridad, misericordia, clemencia, paciencia, longanimidad y otras divinas perfecciones, con cuya compañía se hace amable y deseable, porque ellas templan el rigor, y hacen que las obras de la justicia vayan con su número, peso y medida, compadeciéndose de nuestra miseria. De aquí es que cuando te vieres apretado de las enfermedades y dolores, no puedes ni debes quejarte, si no es de ti mismo y de tus pecados, ni has de abrir la boca sino para acusarte de ellos. Para lo demás has de estar como mudo, diciendo con el Profeta rey: Enmudecí, porque tú, Señor, lo hiciste; aparta de mí tus plagas. No enmudezco por lo que yo hice, que es la culpa, antes bien la confieso; sino que enmudezco por lo que tú haces, que es la pena, aceptándola por ser obra de tu justa justicia; pero con todo eso te suplico que apartes de mí tus plagas. Tuyas son, Señor, y mías: tuyas, porque tú las envías, y mías, porque descargas sobre mis espaldas; tuyas, porque nacen de tu justicia, y mías, porque yo te provoqué con mis culpas. Perdóname lo que yo hice, y quita de mí lo que tú haces, si así conviene para servirte con más alivio.

sábado, 4 de noviembre de 2017

De los bienes de la enfermedad – Por el P. Luis de Lapuente.




   Pues por aquí verás la suave providencia de nuestro Dios, el cual, viendo muchos de sus escogidos caídos en estas miserias, por la salud y fuerzas corporales que les ha dado, o habiendo penetrado mucho antes con su altísima sabiduría que caerían en ellas, si viviesen sanos y fuertes, determina de llevarlos por el camino de las enfermedades y dolores, para atajar todos estos daños y enriquecerlos con sus divinos dones.

   Porque las enfermedades doman los caballos desenfrenados de nuestros cuerpos y enfrenan la furia de sus pasiones, para que no prevalezcan contra el espíritu que no podía domeñarlas; porque, como dice San Gregorio, la carne que no es afligida con dolores, está desenfrenada en las tentaciones. Y ¿quién ignora que es mucho mejor arder con las llamas de las calenturas (fiebres) que con el fuego de los vicios? Y si te acuerdas de este fuego, no te quejarás de esta llama que te preserva de tal incendio; pues por esto dijo Dios a Job, cuando estaba enfermo: Acuérdate de la guerra, y no hables más palabra.

   Y si me dijeres que el caballo enflaquecido con la enfermedad parará en medio de la carrera, antes has de creer que dispone Dios la enfermedad para que le sirva de freno en la carrera que andaba de los vicios, y, por consiguiente, de espuela para que pase adelante en las virtudes. Acuérdate, dice San Gregorio, de aquel mal profeta Balaam, que caminaba en una burra para maldecir al pueblo de Dios; pero la burra impidió su camino, porque vio un ángel que le amenazaba con una espada: y aunque Balaam la hería con la vara, nunca quiso pasar adelante; antes le apretó el pie contra la pared, y después se echó sobre él, para que ni a pie pudiese proseguir su camino. Y entonces por la boca de la jumenta le habló el ángel, y le abrió los ojos para que viese el peligro en que estaba; y postrándose él en tierra, le adoró y se ofreció a ejecutar cuanto le mandase. Y ¿qué filé todo esto, sino avisarnos que la carne apretada con los dolores detiene los malos pasos del espíritu y corrige sus demasías, siendo ocasión de que abra los ojos para ver al invisible Dios que le castiga, y humillando su altivez se postra a los pies de su Criador y se ofrece a dejar sus malos pasos, para andar de nuevo otros mejores?

   Y ¿qué mejores pueden ser, que poner en orden los cuatro desórdenes que su prosperidad causaba? Porque la enfermedad quita al cuerpo el cetro que tenía, y tiénele rendido como siervo. Ella priva al necio de su hartura, haciéndole cuerdo con la pena; doma los bríos de la sensualidad briosa, para que tenga paz sujetándose a la razón. Y también quita a la carne la herencia que tenía, haciendo que como esclavo se contente con lo peor y más trabajoso de esta vida.