jueves, 8 de marzo de 2018

SOBRE LAS CRUCES – Por Cornelio Á Lápide (Parte I)



Necesidad de las cruces.


   Todos   los  que  quieren   vivir  virtuosamente  según  Jesucristo, han de padecer persecución, dice San Pablo: (II. Tim. III.  12).

   Preguntaréis tal vez qué  significan estas palabras,  pues  muchas almas piadosas y cristianas observan tranquilamente y sin persecución una vida  santa. San  Crisóstomo responde  que por persecución debemos entender todas las dificultades, los  trabajos y dolores que experimentan los que se aplican a la piedad,  a causa de los esfuerzos que  se ven precisados a hacer para poner un freno a sus pasiones, practicar la  continencia,  la  humildad, la templanza, y aplicarse al servicio y al amor de Dios.  (Homil, de Cruce).

   Jamás, dice San León, faltan cruces ni persecuciones, si somos fieles observadores de la virtud. Y como hemos de vivir en todo tiempo piadosamente, añade este santo Doctor, también en todo  tiempo hemos de llevar la cruz.

   San Agustín dice que las almas fervientes sufren por la mala vida do los impíos.  (De Morib).

   Asi sucedía con el Rey Profeta, que decía: Veíalos prevaricar y me consumía de dolor: (CXVIII.158).


   Por otra parte, las almas piadosas sufren muchas veces las burlas que les dirigen  los  impíos...

   Pero por persecución es preciso entender sobre todo las tentaciones del demonio. Por esto dice  el Eclesiástico: Hijo mío, cuando te dispongas a entrar al servicio de Dios, persevera firme en la  justicia y en el temor, y prepara tu alma para la  tentación: (II. 1). Es imposible, dice San  Crisóstomo, que el que hace la guerra a los malos espíritus esté al abrigo de las vejaciones: (Homil, de Cruce). No le es lícito al  atleta de Dios buscar las delicias; no les es lícito a  los  combatientes entretenerse en  festines. Y la vida presente es un combate, una lucha, una guerra, una persecución, un camino  sembrado de lazos, una arena ardiente. Otra época será la del reposo; el tiempo actual es el de las  cruces......

viernes, 23 de febrero de 2018

lunes, 12 de febrero de 2018

De las enfermedades por comparación a los premios del cielo que esperamos – Por el Padre Luis de Lapuente.



   Lo primero has de considerar, que la sabiduría de nuestro gran Dios y Señor, como dispone todas las cosas de esta vida mortal en número; peso y medida, del modo que se ha visto, así también ordena las que pertenecen a la vida eterna; pero de tal manera, que el número, peso y medida de los trabajos de esta vida, es breve, finito y moderado: más el de los premios tiene un modo de inmensidad e infinidad eterna con tanto exceso, que quien los conoce abraza con sumo gusto cualesquiera trabajos, por grandes y largos qne sean, pareciéndoles muy pequeños y breves como expresamente lo enseñó el Apóstol cuando dijo: Las aflicciones de este tiempo no son dignas de la gloria que se descubrirá en nosotros, y nuestra tribulación momentánea y ligera en esta vida produce sobre toda medida un peso eterno de gloria en el cielo; de donde claramente puedes sacar, que si tus trabajos te parecen largos y grandes, es porque no tienes la estima y amor que debes de los premios eternos; porque si estimaras el premio en mucho, tuvieras los trabajos en poco; y si amaras mucho a Dios, sintieras poco el trabajo con que se busca; y si el amor de Raquel hizo que el trabajo muy largo y penoso le pareciese a Jacob corto y suave, también el amor de la vista clara de Dios y de su amorosa contemplación te endulzaría la enfermedad de tal manera que aunque fuese larga, te pareciese breve; y aunque fuese penosa, la tuvieses por suave. ¿Quién de los apóstoles padeció más trabajos que San Pablo? ¿Quién más tribulaciones y persecuciones? ¿Quién más necesidades y enfermedades, hasta darle de bofetadas el ángel de Satanás con el aguijón de su carne, ora este aguijón fuese algún dolor agudo de ijada, o alguna tentación fuerte de la carne, o alguna persecución terrible de la gente de su linaje? Pero esto, y todo lo que padeció por largos años, le pareció tan breve, y tan ligero, que lo llama momentáneo cosa que dura un momento, y se pasa en un instante, y apenas es sentido, cuando ya se ha ido; porque la grandeza del amor de Cristo, y la grande estima del premio eterno, se lo hacía llevadero todo.

sábado, 20 de enero de 2018

A JESÚS CRUCIFICADO PARA ALCANZAR LA GRACIA DE UNA BUENA MUERTE




   Estas oraciones están tomadas de la parte final del libro “Preparación para la muerte” de San Alfonso María de Ligorio. (Biblioteca del Apostolado de la Prensa – año 1914) pero no pertenecen al Santo, sino a una joven protestante convertida al catolicismo. Es una bella y muy edificante oración. Yo diría casi una poesía.

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   Compuso estas preces una joven protestante que se convirtió a nuestra Religión católica a los quince años de edad, y murió a los dieciocho en olor de santidad. Pío VII y León XII concedieron cien días de indulgencia por cada día que se recen dichas oraciones, y una plenaria si se rezan diariamente durante un mes, todas aplicables a las almas del purgatorio. — (N. del T.)

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   Jesús, Señor, Dios de bondad, Padre de misericordia, me presento delante de Vos con el corazón contrito, humillado y confuso, encomendándoos mi última hora y la suerte que después de ella me espera.

   Cuando mis pies, perdiendo el movimiento, me adviertan que mi carrera en este mundo está ya para acabarse,

   Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

   Cuando mis manos trémulas y torpes no puedan ya estrechar el crucifijo, y a pesar mío le dejen caer en el lecho de mi dolor,

   Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

   Cuando mis ojos, apagados y amortecidos por el dolor de la muerte cercana, fijen en Vos miradas lánguidas y moribundas,

   Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

   Cuando mis labios fríos y balbucientes pronuncien por última vez vuestro santísimo Nombre,

   Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

   Cuando mi cara pálida y amoratada cause ya lástima y terror a los circunstantes, y los cabellos de mi cabeza, bañados del sudor de la muerte, anuncien que está próximo mi fin,

   Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

   Cuando mis oídos, próximos a cerrarse para siempre a las conversaciones de los hombres, se abran para oír de Vos la irrevocable sentencia que determine mi suerte por toda la eternidad,

   Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

   Cuando mi imaginación, agitada de espantosos fantasmas, se vea sumergida en mortales congojas, y mi espíritu, perturbado del temor de vuestra justicia, a la vista de mis iniquidades luche contra el enemigo infernal que quisiera quitarme la esperanza en vuestra misericordia y precipitarme en el abismo de la desesperación,

   Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

   Cuando mi corazón débil, oprimido por el dolor de la, enfermedad, esté sobrecogido del dolor de la muerte, fatigado y rendido por los esfuerzos que haya hecho contra los enemigos de mi salvación,

   Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

   Cuando derrame las últimas lágrimas, síntomas de mi destrucción, recibidlas, Señor, como sacrificio expiatorio para que muera víctima de penitencia, y en aquel momento terrible,

   Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

   Cuando mis parientes y amigos, juntos alrededor de mí, lloren al verme en el último trance y os rueguen por mi alma,

   Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

   Cuando perdido el uso de los sentidos desaparezca de mí toda impresión del mundo, y gima entre las postreras agonías y congojas de la muerte,

   Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

   Cuando mis últimos suspiros muevan a mi alma a salir del cuerpo, recibidlos como señales de mis santos deseos de llegar a Vos, y en aquel instante,

   Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

Cuando mi alma se aparte para siempre de este mundo y salga de mi cuerpo, dejándole pálido, frío y sin vida, aceptad la destrucción de él como un tributo que desde ahora ofrezco a vuestra divina Majestad, y en aquella hora,

   Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

   En fin, cuando mi alma comparezca ante Vos y vea por vez primera el esplendor inmortal de vuestra soberana Majestad, no la arrojéis de vuestra presencia, sino dignaos recibirla en el seno amoroso de vuestra misericordia a fin de que cante eternamente vuestras alabanzas,

   Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

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